San Bonifacio
Vida de San Bonifacio contada a los niños, por D. Antonio Rocamora Sánchez.
SAN BONIFACIO, MÁRTIR. PATRÓN DE LA VILLA DE PETRER
¡Hola, chicos/as! Voy a presentarme: Mi nombre es Bonifacio.
¿Sabéis lo que quiere decir? Mi nombre está en lengua latina,“bonus facere”, y significa “hacer el bien”.
Un día quisisteis que yo fuera el patrón de vuestro pueblo, para protegeros del pedrisco y las inclemencias meteorológicas, ya que nuestros antepasados vivían del fruto de las cosechas, y la agricultura era la actividad económica más importante de Petrer. Eso fue un 28 de Junio de 1614. El cura, el alcalde y demás autoridades así lo decidieron, porque entonces las cosas se hacían de esa manera.
Ya veis que pronto se van a cumplir los cuatrocientos años. Estoy muy contento de estar tanto tiempo con vosotros. Os contaré brevemente mi vida para que me conozcáis, y cuando veáis pasar mi imagen o vengáis a esta ermita sepáis quien soy, ¿vale?.
Mirad: Yo viví en el siglo IV. ¡Vamos, que parece que fue ayer! Entonces era emperador de Roma un tal Galerio Máximo. Yo era cristiano, pero muy flojito, ya que no vivía como tal cristiano. Tenía buen aspecto, joven, elegante y estaba muy creído de mi mismo. Pero en mi corazón había bondad, me compadecía de los pobres, a los que amaba, y procuraba acoger a los extranjeros e inmigrantes, porque entonces también los había, ¿sabéis?. Yo trabajaba de mayordomo en casa de una dama joven, noble y rica, llamada Aglae, hija de un cónsul. También ella era cristiana a medias, como yo. Pero Aglae cambió de vida y se hizo cristiana de verdad. Y yo, como la amaba, seguí el ejemplo de ella porque no quería quedarme detrás.
Un día me llamó Aglae, y con lágrimas en los ojos me dijo: “Están matando a muchos cristianos allá en el Oriente, es decir, por Asia. Ve pronto y tráeme un recuerdo del cuerpo o del vestido de algún mártir. Yo lo recibiré con amor y le construiré una ermita a su nombre.” Yo, que quería agradar a Aglae, tomé doce caballos, tres literas, aromas para embalsamar los cuerpos de los martirizados, gran cantidad de dinero para socorrer a los pobres y marché hacia Cilicia. Al despedirme le gasté una broma a Aglae: “ Señora, ¿y si en lugar de traeros el cuerpo de un mártir fuese yo mismo a quien le trajeran como reliquia, es decir, como recuerdo, por entregar mi vida por la fe en Jesucristo?”. Y Aglae me contestó: “Bonifacio, la corona del martirio no se ha hecho para grandes pecadores como tú y como yo. Hazme el favor de traer el encargo que te hago, y hazte digno de merecer la protección del santo cuyas reliquias traigas”.
Llegué a Tarso de Cilicia con mis compañeros, y vi en una gran plaza cómo atormentaban a un grupo de veinte cristianos. Me acerqué a ellos, los besé y abracé. Les supliqué que rogaran a Jesucristo por mí, y me concediesen a mí también la gracia del martirio. Les animé y les dije: “ El combate es corto, y el premio es amplio y eterno.”
Me vio el gobernador Simplicio, (así se llamaba), y me preguntó quién era yo. “ Yo soy cristiano y mi nombre es Bonifacio”. Quería que yo ofreciera sacrificios a los dioses. “ Soy cristiano –le repliqué- y no haré lo que me mandes.” Mandó Simplicio que me apalearan, y yo resistí con toda tranquilidad. Mandó después que me torturasen de mil maneras y formas, pero yo aguanté y recé una oración. Me condujeron a la cárcel y yo me mantuve firme. Todavía me sometieron a otra prueba, colocándome en una caldera de aceite hirviendo. Hice la señal de la cruz sobre la caldera y ésta reventó abrasando a los de alrededor. No contento aún el gobernador, ordenó que me cortasen la cabeza. Esto sucedió un catorce de mayo, y a mi muerte siguió un temblor de tierra. Muchos, al verlo, se hicieron cristianos.
Mis compañeros, ignorantes de lo sucedido, y después de dos días sin verme, andaban buscándome, pensando que yo estaría en una casa de juego u otra peor. Preguntaban y daban mis señas de identidad. El hermano del carcelero les dijo todo lo ocurrido, y les acompañó al arsenal donde se hallaba mi cuerpo.
Al verme, me reconocieron y se arrepintieron del juicio que habían hecho sobre mí. Se inclinaron hacia mí y yo abrí los ojos mirándoles con sonrisa. Quinientos escudos de oro les costó trasladar mi cuerpo, que embalsamaron y lo envolvieron en preciosas telas. Me colocaron en una litera e hicieron el camino de regreso a Roma.
Aglae, mi señora, hallándose en oración, oyó una voz suave y amorosa, dio un salto y su corazón se llenó de gozo. Invitó a clérigos y personas piadosas para recibir mi cuerpo como santa y preciosa reliquia. ¡Qué sorpresa se llevó al verme! Fui enterrado en un terreno propiedad de Aglae, donde años después levantó una capilla. Aglae, desde entonces, llevó una vida santa, repartió sus abundantes bienes entre los pobres y dejó libres a sus esclavos.
Muchos Papas, al ser elegidos, han tomado mi nombre, y a mi nombre han levantado iglesias y ermitas. También aquí, desde 1634, tenéis levantada hermosa ermita, guardáis y veneráis mis reliquias, y celebráis, en mi honor, fiestas de Moros y Cristianos, desde hace ya dos siglos.
Me encantan vuestras fiestas y, aunque un poco os pasáis, agradezco vuestra solidaridad y vuestra acogida en el cuartelillo, donde cesan las diferencias y abunda la amabilidad.
Vida del glorioso mártir San Bonifacio para adultos, según el flos sanctórum (enciclopedia de los mártires).
Del flos sanctórum
A finales del siglo III, siendo emperador Galerio Maximiano, había en Roma una dama noble y rica llamada Aglae, hija de Acacio, procónsul y perteneciente a familia senatorial. De la depravación había hecho modo de vida, en la que le acompañaba su mayordomo Bonifacio, con el que también tenía relaciones carnales. Un día Aglae y Bonifacio reconocieron sus errores, cambió de vida, dio limosnas y envió a Bonifacio a Oriente, donde todavía continuaban las persecuciones a los cristianos, para que le trajera el cuerpo de algún mártir, al que construiría un oratorio a través de cuya intercesión pedirían perdón a Dios. Partió Bonifacio con una importante suma de dinero para comprar el cuerpo de algún mártir, lienzos, ungüentos y criados. Llegado a Tarso de Cilicia, dejó el equipaje y a sus acompañantes en la posada. Él se marchó a visitar la ciudad, y llegó a una plaza donde estaban martirizando a unos cristianos. Bonifacio los abraza, besa sus heridas y les anima a derramar su sangre por el Dios de los cristianos. También les pide a los mártires que rueguen a Dios para que él mismo también tenga fuerzas para aceptar el martirio.
El gobernador Simplicio, advertido de lo que ocurría, hizo que lo llevasen a su tribunal. Preguntado Bonifacio, respondió que era cristiano y tenía envidia de los bienaventurados mártires. Viendo Simplicio tal osadía, le instó a sacrificar a los dioses paganos para salvar su vida, negándose Bonifacio. Simplicio ordenó que lo apalearan y le hincasen estacas entre las uñas, lo que Bonifacio toleró con un semblante risueño. Después ordenó Simplicio que le echasen en la boca plomo derretido. Bonifacio entonó una oración y el pueblo que estaba presente se enterneció echando por tierra el altar pagano y arrojando piedras contra el gobernador. Bonifacio fue conducido a la cárcel y al día siguiente mandó Simplicio que lo echasen en una caldera de pez y aceite hirviendo. Bonifacio hizo la señal de la cruz sobre ella y reventó, abrasando a los presentes. Espantado el gobernador del poder de Jesucristo, ordenó que le cortasen la cabeza. A su muerte, ocurrida un 14 de mayo, sucedió un temblor de tierra que atemorizó a los ciudadanos de Tarso, convirtiéndose muchos al cristianismo. Los criados de Bonifacio, viendo que no venía después de dos días, pensando que estaría en alguna casa de juego, le andaban buscando. Preguntaban por un extranjero recién llegado de Roma, y por las señas les indicaron que le habían preso por cristiano y cortado la cabeza. Les acompañaron al arenal donde hallaron el cuerpo de Bonifacio. Los criados, arrepentidos de sus juicios, se arrojaron a sus pies deshaciéndose en lágrimas. Entonces la cabeza del santo martir abrió los ojos y los miró a todos con una sonrisa que les llenó de consuelo. Pagaron quinientos escudos de oro por el cuerpo del mártir, lo embalsamaron y envolvieron en ricas telas y tomaron el camino de vuelta a Roma. Aglae, en oración, había oído una voz que le decía: “El que antes era criado tuyo, ya es hermano nuestro; recíbele como a tu señor, y colócale dignamente, porque singularmente a su intercesión deberás que Dios te perdone tus pecados”. Dio gracias a Dios por la misericordia que había hecho con su siervo y partió a recibir las reliquias. Enterró el cuerpo de Bonifacio en un terreno de Aglae, haciéndole levantar un magnífico sepulcro. Después mandó construir un oratorio, renunció al mundo, repartió sus bienes entre los pobres, libertó a sus esclavos, hizo construir una ermita junto a la capilla de San Bonifacio donde tras algunos años murió santamente.

